La tumba de Alejandro Magno
El sepulcro perdido de Alejandría. Tiempo después de su muerte, los restos de Alejandro fueron depositados en un gran mausoleo en Alejandría, el Soma, cuya localización sigue siendo un enigma.
En el siglo IV d.C., en plena disputa entre cristianos y paganos Juan Crisóstomo, el célebre y locuaz patriarca de Constantinopla, retaba a sus adversarios a que le indicaran dónde estaba la tumba de Alejandro Magno.
Los cristianos sabían bien que el fundador de su religión había sido enterrado en Jerusalén, en el lugar donde acababa de erigirse la iglesia del Santo Sepulcro, pero la tumba del mayor héroe de la Antigüedad parecía haberse desvanecido de la faz de la tierra, o al menos de Alejandría, la ciudad que había acogido sus restos siglos atrás.
Desde entonces, la localización del sepulcro de Alejandro se convirtió en uno de los enigmas más frustrantes de la historia, pese a la tenaz búsqueda de decenas de arqueólogos y exploradores.
Las fuentes antiguas relatan con gran detalle los funerales de Alejandro Magno.
Tras su muerte en Babilonia en 323 a. C., en circunstancias confusas –hubo incluso rumores de envenenamiento- su cadáver fue cuidadosamente embalsamado y se originó un impresionante cortejo funerario para trasladarlo a Macedonia.
Sin embargo, Ptolomeo I, un poderoso general de Alejandro, desvió la comitiva y decidió retener el cadáver del gran conquistador macedonio en Egipto.
Con ello pretendía legitimar su poder sobre el país del Nilo, que había convertido en su nuevo reino.
Los restos de Alejandro permanecieron un tiempo en Menfis, la antigua capital del Egipto faraónico.
Quizá se colocaron en el magnífico sarcófago de piedra destinado al último faraón egipcio, Nectanebo II, que había quedado vacío después de que su futuro ocupante huyera a Etiopía cuando los persas invadieron Egipto en el año 343 a.C.
El sarcófago se hallaba en Saqqara, la necrópolis de Menfis.
Estaba dentro de un edificio dedicado al dios Serapis, que se levantaba junto a un templo de Nectanebo.
Ante este templo se erguían una serie de estatuas de piedra caliza que representaban a sabios griegos, entre los que tal vez figuró Aristóteles, el maestro de Alejandro.
Este grupo de estatuas, dispuestas en semicírculo, podría haber custodiado simbólicamente un santuario de cierta importancia, como la tumba del soberano macedonio.
Entre los años 29oy28oa.C., Ptolomeo II, el hijo y sucesor de Ptolomeo I en el trono de Egipto, hizo trasladar los restos a Alejandría, la ciudad que había fundado Alejandro.
Allí, el célebre conquistador fue objeto de un culto religioso que contaba con sus propios sacerdotes.
De hecho, un hermano de Ptolomeo, Menelao, se convirtió en el primer sumo sacerdote del culto de Alejandro en la ciudad.
A partir de 272 a.C., el sacerdocio de Alejandro se menciona en decretos y contratos emitidos por los Ptolomeos; al parecer, la persona que lo ocupaba – siempre perteneciente a las familias más ilustres de la ciudad- era inviolable y quedaba libre de todas las obligaciones cívicas.
Un mausoleo para Alejandro
Hacia 215 a.C., Ptolomeo IV cambió la ubicación de la tumba. Construyó un gran mausoleo llamado Sema o Soma -«tumba» y «cadáver», en griego—, y allí instaló los restos mortales de Alejandro junto con los de sus propios antepasados.
Fue en aquel recinto donde personajes ilustres de época romana visitaron a Alejandro: Julio César, Augusto, posiblemente también Germánico (sobrino nieto de Augusto) y los emperadores Calígula, Vespasiano, Tito, Adriano, Septimio Severo y Caracalla.
Sabemos muy poco acerca de las características del mausoleo final de Alejandro.
El grandioso monumento se hallaba en el centro de la ciudad, muy cerca del cruce de las dos arterias que definían el trazado urbano de la capital.
En cuanto a su estructura, probablemente estuvo influido por grandes obras casi contemporáneas, como el gran mausoleo de Halicarnaso, una de las Siete Maravillas de la Antigüedad.
Según algunas referencias, el Soma de Alejandro se encontraba dentro de un recinto amurallado que también contenía las tumbas en forma de pirámide de los primeros Ptolomeos.
Poseía un gran alfar muy similar al de Pérgamo —hoy en el Museo de Berlín— y contaba con una cripta en la que se exponía el cadáver embalsamado de Alejandro.
Se conservaba dentro de un sarcófago de oro que fue saqueado durante una revuelta en el año 89 a.C. y se reemplazó por otro de cristal.
El mausoleo de Alejandro sufrió los efectos de la turbulenta historia de Alejandría.
Desde mediados del siglo III d.C., la ciudad fue escenario de repetidas guerras, sublevaciones y disturbios populares que causaron importantes destrucciones, especialmente en el barrio del Brucheion, donde se hallaba el Soma.
Pese a ello, no puede descartarse que el mausoleo de Alejandro se mantuviera en pie a mediados del siglo IV.
En el año 361, el historiador Amiano Marcelino parece referirse a él cuando menciona «el espléndido templo del Genio», si es que el «genio» o guardián tutelar de la ciudad puede identificarse con el propio Alejandro.
¿Destruido por un terremoto?
En el año 365 tuvo lugar un terremoto seguido de un maremoto, fenómenos que tuvieron repercusiones catastróficas sobre toda la ciudad y que quizá borraron la localización precisa de la tumba.
Si el mausoleo se salvó de este desastre quizá no superó la oleada de destrucciones de templos y símbolos paganos que se desató en tiempos del emperador Teodosio el Grande, a finales del siglo IV.
Sabemos, en efecto, que las turbas cristianas encabezadas por el fanático patriarca de Alejandría, Teófilo, arrasaron el Serapeo y otros santuarios paganos, y convirtieron en iglesias lugares como el Cesáreo, un templo dedicado a Julio César.
Sin embargo, resulta significativo que cuando las fuentes hablan de este episodio no mencionen concretamente el Soma, lo que se puede interpretar como una clara señal de que el monumento ya había pasado a la historia.
Alejandría, la ciudad de las catacumbas
La búsqueda de la tumba de Alejandro Magno ha estimulado la exploración del subsuelo de Alejandría, donde se han hallado numerosas tumbas helenísticas y romanas.
En 1901 salió a la luz de forma casual el hipogeo más importante de la antigua capital egipcia: las catacumbas de Kom el-Shugafa, «montaña de cascotes» en árabe, nombre que se debe a los numerosos fragmentos de cerámica que se hallaron en sus inmediaciones.
La construcción, datada en el siglo II d.C., consta de tres niveles excavados en la roca.
El más bajo se inundó y resulta inaccesible en la actualidad, mientras que el superior consiste en una rotonda con una abertura central, provista de un triclinio que sugiere que ese espacio se utilizaba para celebrar banquetes funerarios.
Una pequeña escalera conduce al segundo nivel, que se muestra en la fotografía.
Es aquí donde se construyó la tumba, decorada con motivos que reflejan la mezcla de culturas y religiones típica de la Alejandría romana: relieves de serpientes barbudas que sostienen el caduceo del dios Hermes y están tocadas con la doble corona faraónica y el símbolo de Dioniso, los dioses Anubis y Sobek vestidos al modo romano, hojas de parra, cabezas de Medusa, pinturas de tema egipcio realizadas en estilo grecorromano…
Se cree que en este lugar se alzó el Serapeo, uno de los monumentos más destacados de Alejandría junto con el mausoleo de Alejandro.
Perteneciente en realidad al rey Abdalónimo de Sidón, sus relieves representan diversas batallas del conquistador macedonlo.
NECRÓPOLIS DE MUSTAFÁ PACHA
La tumba 2 de esta necrópolis alejandrina presenta muchas similitudes con las tumbas macedonias de Verglna, como el dintel pintado.
En busca de Alejandro
A comienzos del siglo XVI, el viajero judeoespañol León el Africano sitúa la tumba de Alejandro en una pequeña capilla en medio de las ruinas del antiguo centro de Alejandría.
Los viajeros europeos del siglo XVIII vieron que un pequeño santuario en el patio de la mezquita Atarina (construida sobre la antigua iglesia de San Atanasio) era venerado por la población local como la tumba de Alejandro Magno, tradición que pareció quedar confirmada a finales de siglo cuando dos miembros de la expedición napoleónica a Egipto descubrieron en el lugar un imponente sarcófago de granito gris.
Sin embargo, unos años después el desciframiento de la escritura jeroglífica por Champollion permitió leer las inscripciones del sarcófago y se comprobó que pertenecía en realidad a Nectanebo II.
La búsqueda obsesiva de la tumba de Alejandro continuó a lo largo del siglo XIX.
El propio descubridor de Troya, Heinrich Schliemann, visitó Alejandría en 1888 con el objetivo de encontrar sus restos bajo la mezquita del profeta Daniel (Nabi Daniel), pero las autoridades religiosas locales le denegaron el permiso de excavación.
Poco después, un tal Joannides pretendió haber descubierto las tumbas de Alejandro y Cleopatra en una necrópolis ptolemaica y llegó a afirmar que en las puertas de bronce de las tumbas constaban los nombres de sus ocupantes.
Quizás el más célebre de los buscadores fue Stelios Komoutsos, un camarero que a mediados del siglo XX decidió dedicar todos sus ahorros a esta empresa, llegando a solicitar de las autoridades nada menos que hasta 322 peticiones de excavación por toda la ciudad. Pero ninguno de estos intentos ha dado fruto.
El misterio de la tumba de Alejandro sigue intacto.
Es el heroe griego que nunca se encontro y hay quienes dicen que nunca existio y que fue otro de los tantos inventos griegos.