El cuerpo del delito
Era un hombre maduro cuando lo conocí, de buena y entretenida prosa y era Juez de lo Penal, ya en el final de su carrera.
En la época vieja, la carrera judicial se hacía, haciendo patria, los nombraban en un pueblito perdido en la campaña y por medio de ascensos iban llegando a poblaciones más grandes, más importantes y más próximas a Montevideo.
Cuando llegaban a la capital ya eran jueces hechos y derechos y difícilmente los engrupiera alguno. Además todos se conocían, porque se habían cruzado varias veces en su carrera.
A este hombre le gustaban las bebidas espirituosas, el buen comer y todo lo telúrico.
Estando a sus dichos, en un boliche se comió, de parado en la punta del mostrador, tomándose su tiempo, cuarenta y ocho perdices en escabeche, bien comidas, prolijitas sin dejarles nada más que los huesitos y escupir algún chumbo de esos que vienen en la pechuga o en el muslito y bajadas con una botella de Espinillar.
En las fechas patrias, ensillaba su caballo, se ponía las mejores pilchas él, rastra inclusive y las mejores avíos para el caballo. Todo ello acompañado por sus hijos, que les gustaba lo mismo, como bien dicen “hijo ‘e tigre bicho overo”.
De Pando a Minas, en día patrio, campo a traviesa había en aquel entonces cincuenta y siete porteras, que había que abrir y cerrar para no causarles molestias a los dueños del campo y evitar que se le mezclaran los animales propios con ajenos, o vacas con novillos que también es mal negocio para el patrón porque los novillos aunque son capones, corretean a las vacas en celo y las atrasan en el engorde.
Ni hablemos de que se pasara algún toro o carnero.
Lo que son los cambios en las técnicas.
El toro no trabaja de toro y a la vaca la preñan por inseminación.
El esperma a toro se lo sacan con una picana eléctrica y de ahí al termo, tampoco ve vaca.
Esperemos que sigan amolando a los animales y que las cosas sigan como están para nosotros, porque en caso contrario la veo fea.
Cuando era juez de paz, en la época en que los jueces como los bancarios en la carrera administrativa, se recorrían toda la República y sus hijos tenían compañeros de escuela por todos lados.
Claro que este no es el caso, pero algunas excepciones en la carrera la hubo, este hombre se trilló todos los pueblitos en que lo destinaron.
Cada tanto mudanza con toda la familia para otro lado distante y a conocer gente nueva.
Un hijo del juez se acordaba que cuando había bajante en Colonia de Sacramento, agarraban las piedras más redondas y las tiraban contra otras piedras y muchas veces encontraban bombas de cañón que podrían provenir de las baterías de Colonia como de los barcos que atacaban, en aquellos tiempos de don Manuel Lobo.
En el Cerro Verde que está entre Santa Teresa y Coronilla, que viene a ser un médano bastante alto, con arena y greda y esos pastos pinchudos que se hacen sentir.
Ahí hay unas piedras lisas que tienen como ahuecado el medio. Esas piedras eran los morteros con los que los indios valiéndose de un percutor (piedra redonda con un par de agujeros para meter los dedos) tallaban las puntas de flechas.
En el lugar hay puntas de flechas verdaderas y falladas en gran cantidad y morteros por cientos sin buscar mucho.
Una vez venía caminando por un campo bastante arenoso, en el departamento de Río Negro y veo lo que con mi miopía me pareció un bochín de madera y mientras iba pensando como había ido a parar ahí un bochín, sin juego de bochas, en campo pelado, sin tapera cercana, ni nada que se pareciese y bobeando le pego una patada, en alpargatas, al mentado bochín y le di una patada.
Menos mal que estaba solo, porque el tal bochín era un percutor de piedra y yo saltaba en una pata y el dedo gordo de la patada me palpitaba por el dolor. El bochorno ante los peones hubiera sido penoso, como los son todos esos actos involuntarios de caerse en la calle y publicitar la propia zoncera.
En penitencia ese percutor lo tengo de recuerdo arriba de la estucha de leña en mi casa.
Hay que tener claro que los indios, perdón, las indias, llevaban lo indispensable y en la próxima parada, cuando aflojara la caza o la pesca, se instalarían en otro lado y harían más percutores, más morteros y más puntas de flecha.
Volviendo a nuestro amigo el juez de paz estaba encargado del juzgado de San Carlos.
En aquella época los jueces de paz intervenían en el sumario de los homicidios, desalojos y abigeato, entre otros juicios.
Hubo un homicidio y en un carro marcharon el juez, el escribiente y algún funcionario, más algún funcionario policial.
Se interroga a uno, se interroga a otro, levantándose las respectivas actas en una Rémington que era puro “fierro” y los dedos sacaban músculos al tipear las hojas y más hojas con ellas y los expedientes sencillos llevan algún ciento de ellas.
Cuando pasaba el tiempo y no se acomodaba la madeja, resolvieron carnear una oveja.
El carnear es todo un ritual, porque los perros desde que ven al capataz rumbear para las ovejas de consumo, ya se les empieza a hacer agua la boca, pasándose la película canina con todas las cosas que van a ligar. Y son meta ladrido, gruñido y algún mordiscón, para empezar.
La vueltita de la carretilla con la oveja con las patas atadas con un tientito hacia el carneadero es todo un acontecimiento para el elemento perruno.
El capataz facón en mano procede al degüello, cuerear, tirar las tripas al piso y las peleas de perros para ver quien liga mejor, son todo uno.
Se arma el fogón, con unos trasfogueros y el tiempo necesario para tener las brasas suficientes y todo es un ritual que controlan los demás presentes, con ojos de conocedores, sin opinar. Siempre hay muchos para mirar y ningún comedido para asar.
Llega el mediodía se arma un comedero improvisado y el juez se percató que no había llevado su facón.
El capataz muy cortés le ofrece el suyo, lo cual, como buen criollo de ley es aceptado y apreciado por el juez.
Después de haberle hecho los honores a la finada oveja, descansan un rato el cuerpo, madrugado y molido por el viaje en carro, para a la hora reiniciar las actuaciones.
Siguen los interrogatorios y déle tecla a la Rémington vieja.
Avanzada ya la tardecita se llega a la conclusión de quién era el homicida.
Había sido el capataz que le había pegado unas puñaladas al occiso.
Si, lo que Ud. está pensando, es tal cual.
El Juez había comido el asado con el arma homicida.
Que barbaro, buena historia al mejor estilo de un thriller o policial!!!
De película…ese juez es de los míos…yo me puedo comer entre 12 a 15 frankfurters junto con un balon de cerveza…pero 48 perdices al escabeche y un litro de espinillar……es de los mío!!!!!!!!!!!
Muy buena historia
ja ja Muy bueno, siempre en los asados pasa lo mismo, uno se rompe el alma y se mure de calor en la parrillay los demas te miran con disimulo. Cuando empiezan a tener hambre te empiezan a apurarte, que porque no moves la brasita asi o asa, que si ya estan pronto los chorizos…..
Muy bueno, tal cual una novela policial
Saludos a todos
Dramáticamente interesante. Y no lo digo por el dolor en el dedo gordo del pie, que le debe haber quedado bastante maltrecho al patear el percutor, sino por los detalles que cuenta y el conocimiento sobre las huellas indígenas del paisaje. También coincido con los anteriores comentarios, que es una muy buena historia policial en la cual el cuerpo del delito era el facón del capataz. El deleite en ese momento (con un lado morboso sin lugar a dudas), hubiera sido saber que cara puso el juez cuando se enteró que horas antes, había ingerido el asado, cortado con el arma homicida. Un poema!!!!
Muy bueno
Estimado Gustavo: Me le contó el propio juez, a los muchos años como una anécdota jocosa. Si nos ponemos a pensar, por todos los lados que anduvo el facón, envainárselo al occiso, fue una más. Muchas gracias por participar activamente, cosa que nos inspira para seguir. Soy muy feliz compartiendo lo que viví y lo que hago. Un gran abrazo.