EL PIOJO, un canillita
Una mañana en el escalón de mármol de la entrada del Sorrento había un viejo, en situación de calle, que dormía a esa hora, sentado contra la puerta y cuando fueron a abrir lo tocaron en el hombro y el hombre cayó para el costado muerto, la había quedado en la noche, solito con su alma.
Los suicidas que se tiraban del Edificio Ciudadela, no fueron pocos, 85 mts. de altura, exagerados porque con mucho menos alcanza y en la caída rebotaban sobre los cables del trolleybus y de rebote arriba de algún auto que estaba estacionado y el tal desparramo de piezas humanas donde ahora está la puerta de La Ciudadela.
El suicida hecho flecos, el techo del automóvil hundido y el círculo de mirones.
El récord fue una vieja que se ahorcó con una sábana o un par de ellas y se colgó por la ventana de un edificio de apartamentos, menuda sorpresa debe de haber tenido el vecino del piso de abajo, cuando abrió la ventana, para en la mañana estival, tomar mate mirando la bahía y encontrarse con una vieja quieta, con los talones juntitos y los brazos juntitos al cuerpo, colgada al alcance de la mano.
Otra mañana fue un revuelo por el lío del Antequera, un bar oscuro, en el que de día los viejos jugaban al ajedrez en el fondo y por la noche era una cueva de “taitas y curdelas” y esa noche Rosita Luna, una mujer del carnaval y de la noche, le envainó una faca en el cuerpo al italiano que decían era su cafirolo y lo dejó sequito.
No se crean que estoy hablando del Borro, sino que estos hechos que estoy narrando, los recuerdo entre el 19 de noviembre de 1962 en que empecé a trabajar ahí y el 12 de octubre de 1968, en que nos mudamos para el Cordón, que era un barrio donde todos nos conocíamos, más familiar, menos gente anónima como era la Ciudad Vieja, ambos lugares distintos, pero hermosos los dos y los bolicheros fiaban en ambos lados, por la cara nomás.
Una mañana recuerdo que venía un negro, de esos que caminan desarmados, con un juego en las chiquisuelas, que parecía que las canillas fueran como un cigüeñal de un automóvil, con un traje marrón, de un finado que había sido bastante más chico que él, porque le quedaba corto de brazos y de piernas, no así del estómago, porque el pobre estaba preparándose para ser faquir, casi con seguridad.
Se arrimó al mostrador y pidió un vaso de vino tinto suelto, a nadie se le puede ocurrir que fuera de marca o envasado, era lo que había valor y lo que podía pagar, le dio un besito, bajó el vino como para hacer espacio, metió la mano en el bolsillo y sacó dos huevos, cascó las cáscaras contra el filo del vaso y los echó adentro del vaso y se lo mandó a bodega de un saque.
Una versión proletaria de un candeal.
Calculo que eso fue el desayuno, almuerzo, merienda y cena del negro cachaza, que con total seguridad, puedo afirmar que había estado estivando cajones, toda la noche, en el mercado Central y lo arreglaron con unos pesos en el bolsillo, un par de huevos y a buscar otra changa para completar el día y tal vez algún otro vino suelto.
Ni bien arrancaba el día el Piojo, un tipo de edad indefinida, mal trazado, sacaba las maderas que dejaba o que quedaban en la noche anterior en el café y bar Plaza y armaba su precario exhibidor de diarios y revistas.
Era muy buen lugar para tener la parada el canilla, porque durante todo el día los ómnibus, le iban arrimando clientes que al llegar a la terminal elegían el diario de su gusto y dejaban el precio en una lata que oficiaba de caja y las mujeres con el tema de las revistas eran las que molestaban más al Piojo, pero también las que le arrimaban mejor guita, porque el margen de las mismas, andaba en el orden del 50% al igual que los diarios, pero los precios eran significativamente mayores y los diarios se vendían solos.
Los hombres rumbeaban para las oficinas y de paso se ian enterando como andaba el mundo, se leían la página necrológica por si había que ir a cumplir con los deudos de algún amigo o simplemente el duelo de algunos amigos, porque al que no tomaba más Coca Cola, no lo conocían, pero cumplir con los dolientes, era una buena costumbre, casi un ritual.
Eran aquellos velorios donde se paraban algún mamado delante del cajón y comentaba, “no somos nada” y le preguntaban “y si no son nada para que vino”.
“No, no, no somos nada, ahora estamos aquí y de aquí un rato estamos echados para atrás con el sobretodo de madera puesto, no somos nada…”
Al mediodía, bah… a las 13 horas, ya habíamos cumplido la jornada de labor, nos íbamos al mostrador y 6 o 7 empezábamos a tomar grappas o cañas, las primeras con limón y las segundas con jerezano, el whisky en aquella época no existía en nuestro acervo etílico.
Estábamos en eso cuando llegó un estudiante de arquitectura, “el Francés”, si “el Francés Rodríguez”, si era francés de Francia, pero hijo de “un maqui”, de aquellos republicanos que cuando no pudieron más con el Paco Franco, y Franco no los pudo terminar a ellos, cruzaron a Francia para seguir peleando contra los alemanes o los franceses del régimen de Vichy, sí los del Mariscal Petain, que había pactado con los alemanes a los cuales De Gaulle y el resto de los franceses, como el resto de la gente normal, los tenían como traidores.
Tan fue así que Petain, un Mariscal, héroe de la primera Guerra Mundial, fue condenado a prisión perpetua y murió en la cárcel muchos años después de terminada la guerra, siendo un viejito.
Volviendo al padre del francés, al igual que otros maquis estaban en la montaña y bajaban a tenderle una emboscada a “los boches” (alemanes) y desaparecían como por arte de magia.
En una de esas noches que bajó de la montaña dejó a la esposa embarazada.
Terminó la II Guerra, Franco seguía dueño de España, al viejo Rodríguez no lo mataron y se vino para acá con toda la familia, a una tierra de paz cansado de tanta guerra.
El hijo estudió, medio a los tirones, era un poco vago, bastante bohemio y un día tuvo un mal entendido con el padre y el viejo agarró un revólver y le tiró un tiro, no le pegó o no le quiso pegar, pero la relación entre padre e hijo quedó medio machucada y el hijo tampoco tenía mucha afición por el trabajo.
Estábamos en ese ataque de bohemia después de trabajar, cuando entró al boliche uno que se bajó caminando del ómnibus, sin parar, por la puerta delantera y pasó expreso para el baño y saludó y mandó la vuelta.
El encargado del boliche nos preguntó si lo conocíamos a lo que nosotros dijimos que no y nos avisó, “ojo que es un tira” y en aquellos tiempos en que las cosas andaban políticamente muy entreveradas, con un tira medio mamado, podríamos terminar aclarando que no habíamos hecho lo que no habíamos hecho y por cierto que no lo habíamos hecho, porque ni sabíamos que era lo que no habíamos hecho, no sé si he sido claro…
Ellos iban a seguir con sus trece y optamos rápidamente por hacer mutis por el foro y borrarnos.
No era cuestión, por un malentendido con un mamado terminar aclarando nada en la ex tintorería de la calle Maldonado, donde como música de fondo a todo volumen pasaban mucho folklore y tapaba conversaciones muy poco amables entre los empleados de la casa y los visitantes forzados.
Al tiempo nos percatamos el porqué mandó la vuelta el tira.
El Francés Rodríguez apareció escrachado en la prensa como un tupamaro o algo parecido, que habían detenido en no sé dónde, ni en qué.
Nunca más lo vi al Francés, pero apuesto lo que no tengo, que el Francés era incapaz de matar una mosca, pero… la sangre de un maquí seguía circulando por las venas del Francés.
Los tiras todos los días antes de salir a la calle, recorren la galería de fotografías de requeridos, sospechosos, y yo que sé que más o sea toda la mercadería con la que ellos deben llenar los calabozos y el tira de marras, con copas abundantes entre pecho y espalda, se creyó amigo del Francés que decoraba una de las fotografías del manyamiento diario, de tanto verlo, su subconsciente lo adoptó como amigo.
La rutina del boliche no era frustrar encuentros de tiras con tupas ni nada parecido.
A primera hora el encargado preparaba dos botellas de a litro con medio y medio, claro que no todo el tiempo eran medio y medio, la primera botella llevaba medio litro de caña y medio litro de vermouth y la segunda era un cuarto litro de caña y tres cuartos litros de vermouth.
El Piojo las primeras copas se las tomaba a lo oveja, el bolichero se la servía en el mostrador y el sujetándose al mármol con las manos, estiraba el cuello, sacaba los labios a guisa de trompa y se tomaba el vaso de caña, mejor dicho la caña del vaso.
Para la segunda y la tercera, similar proceso y en poco tiempo hasta que el Piojo recuperara, dentro de lo posible el pulso, para poder seguir tomando sin ayuda y dedicarse a su propia esbornia necesitaba ayuda de terceros.
Hablaba con esa voz aguardentosa de enano de circo, en una especie de murmullo poco entendible y su cara era una especie de morisqueta y su negocio funcionaba solo y le financiaba la mamua.
Los clientes tomaban su diario y dejaban el dinero en una lata que oficiaba de caja.
Esa parada era una mina de oro, pero al final de la jornada el Piojo se volvía nuevamente una piltrafa humana y tenía que volver a tomar a lo oveja.
Un día le dio una pataleta y cayó redondo, lo llevaron los tipos piolas de siempre al Maciel y en el servicio de puerta del hospital, sin internarlo, le dieron unas inyecciones que le hicieron volver a su menguada lucidez y le dijeron que si volvía a tomar una copa era boleta.
Remó como pudo del Maciel al boliche, del hospital al santuario y se arrimó al mostrador y se tomó una y luego otra y cayó redondo.
Otros canillas piadosos le apoyaron la cabeza sobre una pila de diarios y cuando la quedó, un vivo de esos que nunca faltan en ese ambiente, le puso dos monedas de cinco centésimos o pesos, si recuerdo que eran de a cinco, pero no sé por qué, pero la inflación permanente de la época me hicieron perder si eran pesos o centésimos, claro que es un problema nemotécnico mío, porque la función de las monedas era simplemente cerrarle los ojos al Piojo, porque el Piojo, ya no era más, si no le importaba la vida cuando estaba vivo, mal le iba a importar la vida ahora que estaba muerto y él que nunca le dio valor al dinero, tanto le daba en esa circunstancia que fueran pesos o centésimos.
Uno ha conocido personajes muy especiales, tan especiales que aún quedan muchos… pero siempre los traté del lado de afuera, buenos tipos con los demás y malísimos con ellos mismos… y que todo sea para bien…
Los canillitas de antes se sabian toda la vida del barrio y te avisaban cuando habia algun problema hasta gancho para salir con una vecina. Hoy se vende el diario en los supermercados o los lees online, pero las computadoras y las cajeras ven a muchas personas pero no conocen a nadie.