El Tolo y la Tere
A nosotros nos daban puerta para la calle, dependiendo de la hora o a mí para mi casa.
De los tres me considero lisa y llanamente el peor, porque siempre andaba inventando alguna fechoría, claro que el otro varón era bastante bobeta y muchas veces la culpa me la llevaba yo, por mi mala fama.
Recuerdo que cuando chicos agarrábamos un palo de escoba, de aquellos de madera y sujetábamos una punta para adelante y la otra iba arrastrando por el piso y eso era lo que los gurises usábamos como caballito para una jineteada en la vereda.
Recuerdo que una vuelta el Tolo agarró el palo al revés y en vez de llevar la parte de atrás para atrás la llevaba para adelante y como Montevideo, siempre fue Montevideo y las veredas alguna baldosa levantada tenían, calzó la punta del palo en la baldosa y la otra punta se la reventó contra la boca del estómago y llorando metió flor de escandalete.
La madre tras una inspección sumaria, me echó la culpa a mí que lo había reventado con el palo y me sacaron con cajas destempladas, claro que la hermana contó y vino la madre a pedir disculpas por haberme rezongado, me sentía triunfante que se hubiera dilucidado el episodio, pero siempre me dio mucha bronca que me rezongaran, así fuera justa o injustamente, por lo que hacía, y mucha más bronca cuando me rezongaban por lo que no había hecho.
Recuerdo que una vez estábamos en una quinta, y había pasado un caballo y había dejado su recuerdo, estaba con otro chiquilín y dije “cuidado con el estiércol”, como buen hijo de maestra y el otro se empezó a burlar y a los gritos decía “este a la bosta le dice estiércol y juajuajua”, me calenté lo empujé y el muy nabo cayó de espaldas con la nuca arriba de un caraguatá y se llenó para mi satisfacción, el pescuezo de espinas, pero tuve un encontronazo muy fuerte con mi vieja por haber empujado al maleducado llorón.
Volviendo al caballito con el palo de escoba, los que en su familia tenía un mejor poder adquisitivo, compraban el mismo palo de escoba, pero con la cabeza de caballo hecha en papel maché, pintada tal cual y hasta rienda tenían.
Pensando en el caballito de palo de escoba, pelado, hoy no hay imaginación que valga, si las escobas tienen como mango un caño de lata, plastificado que dura menos que la escoba la que es bien berreta por cierto.
El cachorro de casa agarra la escoba cuando queda olvidada en su territorio y le clava los dientes al presunto caño y lo dobla, del plástico que sustituye a la paja ni hablemos, lo desparrama en un ratito.
La fabricación de escobas antes era una industria muy artesanal, la paja amarilla se plantaba expresamente para hacer las escobas y cepillos, no era un yuyo cualquiera, con el consiguiente trabajo en oportunidad de la plantación, de la cosecha y el secado y el fabricante de escobas, las hacía una por una, con un alambre que ataba a la primera vuelta del palo y le iba agregando ramas de paja amarilla hasta que agarraba forma. Luego les cosía unos hilos de colores, tres hilos las más berretas, cuatro hilos las mejores y las recortaban pareja en la parte del piso.
Toda una industria agrícola y artesanal que la terminó esta porquería de plástico.
Además las escobas con mango de madera aparte de servir como caballito imaginario para los gurises, servía como tutor para alguna planta, como ser un rosal de pie, una aljaba (fucsia), una santa rita entre muchas otras.
Claro que la Doña a los gurises algún regalito como la gente les hacía, o mandaba que les compraran.
Ellos tenían velocípedos, cosa que nunca tuve, o sea autos de lata, con ruedas, dirección y pedales, cuya versión humilde eran las chatas, con cuatro rulemanes y un par de tientos para hacerla doblar, también los monopatines pitucos no eran caseros con ruedas de rulemán, que tampoco tuve, sino de lata, con un buen estribo, ruedas con rayos y cubierta de goma e inclusive una cosa que sujetaba a la rueda de atrás y el monopatín quedaba parado sin apoyarlo en nada.
Claro que el monopatín de rulemanes, del lado de atrás, sobre el apoya pie, se le claveteaba una alpargata de yute o una zapatilla de goma y si lapisáamos funcionaba como freno.
El otro monopatín pituco no tenía freno o te bajabas caminando o atropellabas a la vieja que venía con las bolsas cargadas de la feria y tenías desparramo y lío o te reventabas contra el árbol de la vuelta de la esquina si no eras hábil con el manubrio.
Un día, tendría más o menos 7 u 8 años, estábamos jugando en el zaguán los tres.
Si estoy hablando de tiempos remotos en que las casas tenían cancel, zaguán y puerta de calle, sin reja a continuación.
A la nochecita jugábamos en el zaguán y no tras una reja.
Hoy los presos somos nosotros tras las rejas y los malandras andan sueltos por la calle.
Pero dejémoslo ahí, porque estamos rememorando y escribiendo de cosas lindas.
Sin la tan mentada laptop o la manida tablet, con una lata de aceite le clavábamos dos maderitas del lado de abajo, en las puntas una chapita corona, las de lata, no las de plástico, de cada lado y teníamos las cuatro ruedas, eso además con un piolín en la punta de adelante era el camión de la marca y modelo que más nos gustara o quisiéramos, claro todo gracias a la imaginación esa cosa que sacó al hombre de las cavernas y hoy por la invasión de la cibernética, viene envasada y todos van a imaginar lo mismo de tal hora a tal hora, encerrados en la caverna de cuatro paredes, muy parecida a una caja de zapatos, bah… ahora los entregan el bolsas de plástico.
Cuando fuimos creciendo había una casa que estaba en Minas y Constituyente y te vendían madera de balsa, los planos y vos ibas cortando la madera de balsa, con una hoja de afeitar, porque no existían las tan útiles trinchetas, que era importada del Perú, pero también si no te daba la guita, se podía hacer con madera de ceibo que es igual de livianita.
Era y es un hobby caro, pero como mi hermano trabajaba y yo era el más chico, me compró el kit, el que entre los dos armamos un avión.
Mi hermano fue el ideólogo, el capitalista y el artesano y yo puse lo que pude poner un niño en eses menester el entusiasmo y el apoyo incondicional.
No existía el poxipol, pero mi hermano que era súper inteligente, disolvió celuloide en acetona e hizo un pegamento bárbaro, mucho más lento que los comerciales de ahora pero pegaba, y ese era el tema, eso si hoy no se puede comprar acetona libremente porque la utilizan para drogarse.
Por eso las mujeres se sacan el esmalte de las uñas con quitaesmalte.
Lo no casero eran las ruedas, la hélice del avión y la goma cuadrada que servía para impulsar la hélice.
Era un armazón de madera (léase fuselaje, los pilotos le dicen “charuto”) hecha con mucho trabajo, cariño y esperanza y lo que en los verdaderos es de aluminio era papel de panadería pegado a lo que sería el fuselaje y el combustible del avión era una goma que se enganchaba en la hélice y en el fondo del avión.
Girábamos la hélice y la goma iba agarrando vueltas, hasta que consideraba mi hermano que era suficiente para no romper el avión por la tensión de la goma.
Sosteníamos el avión en el aire y soltábamos la hélice y le dábamos un pequeño impulso y volaba a nuestros ojos lo que era poniendo a funcionar la imaginación un DC3 o o C47 en aquella época de la II Guerra Mundial.
Todo lo escrito en plural léalo en singular porque la parte física la hacía mi hermano y yo lo acompañaba con alegría y entusiasmo.
No jugábamos a la guerra pero sí teníamos nuestro avión que solía durar menos del tiempo que había llevado hacerlo.
Claro que hoy van y lo compran en minutos y si no se les estrella de entrada puede que los tiempos sean equivalentes.
Claro que en aquel mundo en que vivíamos sin rejas y en el zaguán del lado de afuera, había un submundo sórdido, no tanto como el de ahora pero submundo al fin, sin drogas y sin tanta violencia impune.
Una nochecita estábamos los tres jugando y pasó una mujer que tosió y con la mortecina luz que daba una lámpara de techo en un zaguán de 5 o 6 metros de altura, le vi una cara espectral.
Mis compañeritos de juego dijeron “las gitanas que roban niños” y rajaron para adentro.
A mí la cosa me quedó zumbando en la cabecita, “las gitanas”, las que yo conocía eran esas de polleras de colores acampanadas y con un pañuelo a la cabeza y por lo general fumando y leyendo las manos a algún cándido.
Esta con las otras lo único parecido que tenía era la tos del fumador y lo que me impresionó sobremanera era lo blanco del cutis, después me avivé, eran polvos faciales.
No dejé pasar mucho tiempo, más bien poco y fui a mi viejo y le pregunté con esa “sancta santorum” (inocencia) de la edad que eran esas mujeres, porque con el pasaje de los días había visto a unas cuantas más que si no fuera por el susto que me hicieron pegar los otros nunca hubiera deparado en ellas, pero paraban no menos de diez en un par de manzanas.
Mi viejo no decía gregre para decir Gregorio y me dijo que eso era una pavada, no son gitanas, son las yiras, esas que nombran en el tango.
Lo que omitió explicarme fue qué era lo que hacían, pero a mí me resultó suficiente con que no robaran a los niños, eso lo dejó en suspenso, tanto que nunca llegó a decírmelo porque murió sin hacerlo.
A los pocos días me agarró de la mano y me llevó a Convención y Andes, si mal no recuerdo, aunque yo era puro ojos y oídos, me mostro una esquina donde había un boliche con cortinas de voile y me dijo, “ese es el café de los maridos, los maridos de las yiras” (lo de maridos fue un eufemismo por mi tierna edad).
Ellas están trabajando, omitió en qué labor se desempeñaban y yo no pregunté, y cuando terminan vienen al café le da la plata a los maridos.
Esa fue mi introducción infantil y periférica al mundo del sexo, lo que la muerte a mi viejo no le dio la oportunidad, ni tampoco tuvo ganas de hacerlo, de explicarme el tema de la prostitución, claro que en el liceo siempre hay algún compañero mayor o mejor informado.
Recuerdo un día haber venido a las trompadas desde el liceo hasta la esquina de casa porque uno se desacató porque decía que su madre no había tenido que hacer eso con su padre para que él naciera, bueh… la ignorancia con el tiempo se pasa y la candidez también.
Lo aprendí solo cuando fui más grandecito, y en esa esquina a la que me llevó en aquel entonces mi viejo, sobre Soriano, cuando estaba “La Cuerva del Faraón” un boliche de coperas que también daban de cenar y sobre Andes estaba “La Dolce Vita”, más bien de copas y nada de comidas, pero todo eso es otra cosa muy distinta a lo que estábamos tratando y aclaro que en ambos antros nunca gasté un centésimo, no por santo.
Otra vez será y que todo sea para bien…