Un ser muy especial
Esto fue por octubre y a mediados de noviembre voy a dar un concurso para entrar en una importante empresa y me tocó él en la parte de dictado y redacción.
Por supuesto que no tenía ni idea de que yo hubiera sido de los oyentes del fondo del ómnibus en el viaje a Durazno.
Saqué el primer lugar en el concurso y trabajé 40 años en el mismo lugar, empezando como último orejón del tarro y llegué al cargo máximo.
Pero este artículo versa sobre este hombre muy especial y no sobre mi carrera administrativa.
Era un hombre que cuando hablaba tenía muchas muletillas y frases hechas, como ser: “No deberíamos haber nacido”, justo él que era hijo único de familia con mucho dinero y mucho campo.
Cuando digo familia, era él, la esposa y su madre y nada más, bueno había un perro que se llamaba Martín, hasta que cuando entró en celo y empezó a juntar perros se dieron cuenta que era perra, nadie se molestó en mirarle en la barriga los documentos, pero como la perra era chapada a la antigua no pidió rectificación de partidas y siempre siguió respondiendo por Martín hasta que se murió de vieja.
Lo siguiente lo sé por cuentos, por separado de dos amigos, que no se conocían entre sí y estaban en el lugar de los hechos y no por este hombre.
Uno era el empleado de él que se tuvo que enrolar, como todos los estudiantes y empleados públicos, como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, en el Centro de Instrucción de Oficiales de Reserva, Dante 2000 y porque la madre del titular de este cuento, un tanto posesiva, tenía miedo que le pasara algo al hijo y se lo conversó económicamente.
Un día en maniobras estaban haciendo tiro de mortero y se calculaba el ángulo de tiro y la cantidad de pólvora propulsora de la granada para saber dónde iba a caer el proyectil de dicha arma.
La maniobra no recuerdo donde dicen que era, pero por los datos del tipo de suelo, calculo que era por Lavalleja o un campo similar.
El hombre agarró el teodolito y calculó los grados y también la carga de pólvora del mortero, claro que por las dudas, a ojo, corrigió unos grados y unos cuantos gramos, por las dudas y por cuenta propia.
El disparo pasó por arriba de toda la oficialidad, entre la que se encontraba el General Gestido, que si no hace cuerpo a tierra oportunamente, nunca hubiera llegado a Presidente de los Orientales y fue a caer a dónde un querido amigo Ariel, (de caballería) estaba sujetando unos caballos en un alambrado los que con la explosión de la granada, tuvieron que salir a parar rodeo en campo abierto.
El titular de este cuento era una persona muy maula para las inyecciones y le había conseguido una viejita del barrio, que tenía muy buenas maneras, con muy buena mano y él le decía, “doña María cuando yo sea viejito quiero que Ud. me venga a atender, curar y darme las inyecciones que me manden”.
Mi dentista era un grado 5 de Facultad de origen fronterizo que también era un genio, porque en aquella época, había empezado a hacer prótesis de acrílico o un material similar, para que las vacas en producción en los tambos, duraran más años y no tener que mandarlas al matadero porque se le gastaban los dientes.
Los colegas decían que estaba loco.
Malaquías que así se llamada el dentista, me rezongaba por la joya de cliente que le había mandado, diciéndome que él había atendido muchas veces a psicópatas que le traían del manicomio y no armaban el relajo que este hombre hacía cuando sentía el ruidito del torno.
Con lo de doña María y con lo del Dr. Malaquías nadie podrá imaginar este artículo.
El hombre siempre quiso ir a París, porque el mismo era chapado a París 1890, era versallesco en sus actitudes, en sus formas de hablar, en su formación enciclopedista, pero la viejita, la señora madre, siempre le ponía piedras en el camino.
Un domingo fue con su esposa a almorzar con su madre, todo normal, todo fenómeno.
Cuando llegó de vuelta a su casa una fiel servidora, que vivía con la vieja lo llamó por teléfono para decirle que su madre se había pegado un tiro en la boca.
A todo esto, le dejó sobre un escritorio, bien a la vista, un sobre lleno de dólares, con un mensaje escrito: “Ahora te podés ir a París”.
Él vivía en la luna de Valencia, encerrado en sus propios pensamientos y cuando se cruzaba con alguien me preguntaba por lo bajo, “este quién es” y yo le decía, “Fulano” y de ahí en más salía hablando con su viejo conocido.
Tenía una mala relación conyugal, por su temperamento medio astronauta y a la mujer que no le daba el caletre para bancar al que le daba vida de millonaria, siendo hija de esas familias que tuvieron y se vinieron a menos y vivían en “el te acordás”.
Cocinaba en la Rotisería del León.
Recuerdo que maula como era, lo tuvieron que operar de apuro y la mujer sospechaba que el hombre tenía una aventura extraconyugal.
Cuando salió de la anestesia y el famoso efecto del “suero de la verdad”, pentotal, que le dicen los médicos, cuando estaba saliendo de la anestesia, le pregunté ¿cómo está? y me contestó con la borrachera de la droga, “corro el peligro de un trombo, pero la que le dije me interrogó y no le largué nada”.
El pentotal no hace hablar a todos… y más si tienen una idea fija.
Fea la actitud de la cónyuge interrogar a un convaleciente falopeado.
Pero la mujer era un amor, si la comparamos con la suegra que era una m… elevada a la enésima potencia.
Una vuelta íbamos en el coche de él, la vieja y yo el pinche.
La vieja se pasó todo el tiempo regodeándose contándole a él, que lo sabía perfectamente por haberlo vivido, pero con la finalidad que me enterara yo, que en uno de esos avatares del tránsito un camionero le gritó “abombado” y ella narrándolo como un disco rayado se le llenaba la boca repitiendo “abombado”.
Pasaron muchos años y hubo un mal tipo, con el cual se odiaban recíprocamente y lo quería sacar del medio ensuciándolo.
Empezó a hacer correr en el gremio en que ése se había patinado la guita de la empresa en que trabajaba.
No me enteré, pero lo vi que andaba medio raro.
Un día me pidió que fuera a un remate de libros y le comprara una colección completa encuadernada de una vieja revista francesa L’Illustration, cosa que el atesoró en una bohardilla de una espléndida casa que tenía en un muy buen balneario.
Lo veía mal, encerrado en sí mismo y yo que era muy compinche de él le dije, Ud. está por hacer una cagada.
Me sacó para el costado diciéndome que iba a pasar su vejez leyendo L’Illustration en la bohardilla de su chalet.
Como bien dicen lo malo la gente lo repite y lo bueno no.
Nadie absolutamente nadie, repetía por ahí, la cantidad de plata que había prestado a gente que andaba mal y sin retorno.
Lo agarre y le dije una nochecita vamos a tomar unos whiskies y agarró viaje.
Faltando 10 minutos para salir me llamó por interno y me dijo que había venido un viejo amigo de su pueblo, al que yo también conocía y me dijo “viejito, las copas las vamos a tomar mañana”.
Agarré el auto y me fui para mi casa.
Le preguntó a un portero si habían llegado todos los de la gremial y le respondió afirmativamente.
Se sacó el saco y el chaleco y los acomodó en el respaldo de una silla.
Se pegó un tiro en la boca y cuando vino un compañero al sentir la explosión, le alcanzaba un sobre, con el hálito de fuerzas que le quedaban, le alcanzaba un sobre mientras con un pañuelo trataba de parar la sangre que emanaba de su boca, hasta desplomarse.
Murió después de seis largas horas.
Llegué a mi casa y suena el teléfono y el Presidente de la gremial me contó lo ocurrido.
El papel que le alcanzaba a mi amigo decía, avisarle a Fulano de
Tal, quiero un cajón de pino simple y hasta la redacción de los avisos fúnebres.
Un integrante del gremio de gran jerarquía moral presentó un estado de cuentas del que no surgía faltante de clase alguna.
El que lo ensució murió muchos años después, deteriorado por una forma de vida, que hoy le dicen diferente y que era el juego y pagando las deudas que le costaba casi fundea los hermanos y murió de SIDA.
Esto es de la vida real y yo lo viví, tal cual y sin lujo de detalles.
Que todo sea para bien…